Hoy, ocho años después, puedo ver cosas hermosas en ese filme. Por supuesto en aquel entonces no había desarrollado el amor que ahora tengo por los perros, ese nivel de conciencia por los animales. La relación entre los actores y sus mascotas es el primer punto visto de manera diferente.
En Octavio y Susana, veo la crudeza del sexo. Cuando cogemos sin que haya amor de por medio, somos exactamente eso, perros. No importa otra cosa que no sea el acto sexual, estamos todos llenos de lujuria, pensando sólo en ese momento, el goce, esperando acabar; y cuando uno acaba, el acto es literal.
Cuando uno se viene con una mujer a la que no está atado sentimentalmente, pasa lo que le pasó a Susana: tiembla, la mirada se pierde en varios puntos del cuarto hasta detenerse en uno solo para que la cabeza intente procesar lo sucedido; el orgasmo tiene límite.
Ahora que soy un idiota, Daniel y Valeria es la historia que más disfruto. El amor que Daniel tiene por Valeria, son pura miel, parecen niños de secundaria recién enamorados. Y por otro lado el hecho de dejar a la familia, esposa e hijas, el titubeo, la duda ante un nuevo comienzo tan turbulento.
En el lado de Valeria, la crisis de ver cómo su carrera se va por la borda.
Por ahora, el clímax de la película llega cuando Daniel rompe el piso para salvar a Richie.
Si algún día tengo la suerte de ser papá, creo que veré de manera distinta El Chivo y Maru.
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